Memorias de una vaca by Bernardo Atxaga

Memorias de una vaca by Bernardo Atxaga

autor:Bernardo Atxaga [Atxaga, Bernardo]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Relato, Infantil
editor: ePubLibre
publicado: 1992-01-01T05:00:00+00:00


Mi agua y mis dátiles los conseguí nada más acercarme a Balanzategui. Por un lado, al ponerme junto a la puerta del establo sentí el murmullo de las vacas tontas: me llamaban arrogante y salvaje, poniéndome a la altura de La Vache y comentando lo cambiada que estaba. Acepté aquellos comentarios como un cumplido, y un momento más tarde, cuando El Encorvado nos comunicó que aquel banquete también era para las negras, entré en el establo como una verdadera reina.

—¡Quitaos de ahí! —les dije a las vacas rojizas que estorbaban el paso, y todas me obedecieron sin rechistar.

Pero no fue solo la reacción de las vacas tontas, porque la alegría también me vino por el lado de La Vache. Se acercó hasta mi rincón en el establo, y me saludó:

—¿Cómo andamos esta temporada?

—Muy bien —le dije.

—Estupendo. Pues a ver de qué nos enteramos hoy. Yo tengo la impresión de que las cosas se van a torcer. Aquí va a haber tiros todavía, te lo digo yo.

—Ya hablaremos —le contesté. Prefería dejar las puertas abiertas para otra ocasión e interrumpir allí mismo nuestra conversación. Y además, estaba demasiado nerviosa para decir o preguntar nada. Ni siquiera reparé en los malos augurios que ella había hecho.

De cualquier forma, y a pesar de las aprensiones de mi amiga, en el banquete de aquel día no pasó nada especial. Fue exactamente igual que el anterior hasta en el menor detalle. Era ya noche cerrada —con Pegaso, Sirio, Orión y todas las demás estrellas en su sitio—, cuando oímos los pasos elegantes de los caballos y el saludo de El Encorvado:

—Todo va bien. ¡Adelante sin miedo!

Después, cargaron los caballos, cenaron en la sala de Genoveva, y volvieron otra vez al monte. Por ser todo igual, tampoco en aquel segundo banquete faltó el reparo del Pesado:

—Sigo sin comprender el comportamiento de esta gente de Balanzategui. ¿Por qué insisten en daros pienso? Con esa hierba tan fina, tan sabrosa y nutritiva de los alrededores, sería más que suficiente. ¿Por qué tanto gasto? ¡Ya me gustaría, ya, saber lo que cuesta cada uno de los sacos!

«¿Qué cargarán en los caballos?», pensé yo por mi parte. Eran sacos, sí, pero sacos llenos de ¿qué? ¿Armas, acaso? Si, como me había dicho La Vache, la guerra no había terminado en nuestro valle, esa podía ser una posibilidad. De cualquier forma, tenía que ser un cargamento muy importante, tanto para los de Balanzategui como para Gafas Verdes. Porque, naturalmente, los cargamentos eran la razón de que los dentudos vigilasen la casa con su catalejo.

—No creo que en los sacos haya armas, hija —intervino El Pesado. Por lo visto había estado escuchando mis pensamientos—. No oigo ningún entrechocar de armas, ni siquiera cuando algún saco cae del caballo.

—Es verdad. Hacen un ruido sordo.

—Alguna vez se sabrá, hija mía. Y ahora, mejor que duermas. Ese pienso no parece muy digestivo, y mejor que cojas el sueño cuanto antes. Quizá luego te resulte imposible.

Supimos lo de los sacos mucho antes de lo que El



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